La bioconstrucción se ha consolidado en los últimos años como una alternativa real y sostenible frente a los métodos tradicionales de edificación. Se trata de una filosofía constructiva que apuesta por la integración armónica entre el ser humano, la vivienda y el entorno, priorizando el uso de materiales naturales, técnicas respetuosas con el medio ambiente y soluciones que promuevan el bienestar físico y emocional de quienes habitan el espacio. Esta corriente, lejos de ser una moda pasajera, responde a una necesidad urgente: la de reducir el impacto ecológico de nuestras construcciones y recuperar una forma de habitar más consciente, saludable y duradera.
A diferencia de la construcción convencional, que suele centrarse en criterios económicos y funcionales inmediatos, la bioconstrucción pone el foco en el ciclo de vida completo del edificio, desde la obtención de los materiales hasta su uso y eventual reciclaje. El objetivo no es solo levantar una estructura habitable, sino crear un espacio que respire con el entorno, que aproveche los recursos naturales sin agotarlos y que ofrezca un ambiente interior sano, libre de tóxicos y compatible con los ritmos naturales del cuerpo humano. Para lograrlo, se recurre a materiales locales y ecológicos, como la tierra cruda, la madera sin tratar, la cal, la paja o el corcho, que no solo reducen la huella de carbono, sino que también permiten una mejor transpiración de los muros y una regulación térmica más eficiente.
La bioconstrucción parte también de una profunda reflexión sobre el diseño arquitectónico. Las viviendas bioconstruidas suelen orientarse para aprovechar la luz natural, la ventilación cruzada y el calor del sol en invierno, lo que disminuye la dependencia de sistemas artificiales de climatización e iluminación. Este enfoque pasivo de diseño, unido a un aislamiento térmico natural y a la inercia térmica de los materiales utilizados, permite un notable ahorro energético durante toda la vida útil del edificio. Además, se promueve el uso de tecnologías apropiadas y renovables, como la recogida de aguas pluviales, sistemas de compostaje, placas solares o biodigestores, que aumentan la autosuficiencia y reducen el impacto ambiental.
Pero la bioconstrucción no solo tiene en cuenta lo ecológico; también prioriza la salud de las personas. Numerosos estudios han demostrado que los materiales industriales convencionales pueden emitir compuestos volátiles tóxicos que afectan al sistema respiratorio, al sistema nervioso y al equilibrio hormonal. La bioconstrucción evita estos elementos nocivos y busca crear entornos libres de radiaciones electromagnéticas, con una humedad controlada y una buena calidad del aire interior. Este cuidado en el diseño y en los materiales se traduce en espacios más confortables, que favorecen el descanso, la concentración y una mayor calidad de vida.
Además, el proceso de construcción en sí suele ser más participativo y colaborativo, tal y como nos explican desde Rizoma, quienes nos dicen que en muchos proyectos de bioconstrucción se fomenta la implicación de los propios usuarios en la obra, ya sea aprendiendo técnicas tradicionales o colaborando en fases del trabajo que permiten un contacto directo con el material. Esto no solo abarata costes, sino que fortalece el vínculo emocional con la vivienda y recupera saberes constructivos ancestrales que hoy corren el riesgo de perderse. La bioconstrucción es también una oportunidad para revitalizar oficios y comunidades, conectando al ser humano con su entorno y con formas de vida más sostenibles y cooperativas.
¿En qué lugares son más habituales las bioconstrucciones?
Las bioconstrucciones son más habituales en zonas rurales, pequeñas poblaciones y entornos naturales donde el vínculo con el paisaje y los recursos locales es más directo, y donde las normativas urbanísticas permiten mayor flexibilidad para aplicar técnicas tradicionales o sostenibles. En estos lugares, es común que los habitantes o promotores recurran a materiales autóctonos como la tierra, la cal, la piedra, la madera o la paja, adaptando los diseños arquitectónicos al clima y al entorno de forma armoniosa y eficiente.
En España, por ejemplo, la bioconstrucción ha ganado terreno en comunidades como Andalucía, especialmente en las provincias de Granada y Málaga, donde existen proyectos rurales, ecoaldeas y fincas autosuficientes que promueven este tipo de edificación. También es habitual en Cataluña, en comarcas como el Empordà o el Pallars Sobirà, donde conviven iniciativas ecológicas con la recuperación de construcciones tradicionales adaptadas a estándares sostenibles. En Navarra y País Vasco, gracias a una sensibilidad creciente por el medio ambiente, han surgido propuestas que combinan arquitectura bioclimática y bioconstrucción tanto en el ámbito residencial como educativo.
Fuera de España, países como Alemania, Austria y Suiza son referentes europeos en el desarrollo de viviendas ecológicas, gracias a políticas públicas que fomentan la eficiencia energética y el uso de materiales naturales. En América Latina, regiones como el sur de Chile o algunas zonas de México también destacan por su impulso a la bioconstrucción, con iniciativas que integran saberes ancestrales con técnicas modernas.
Además de los espacios rurales o semirrurales, las bioconstrucciones están empezando a abrirse paso en áreas periurbanas o incluso dentro de entornos urbanos, aunque en menor medida. En ciudades como Madrid, Barcelona o Valencia, algunas cooperativas de vivienda y proyectos de cohousing han apostado por la construcción ecológica como parte de un modelo de vida más consciente y saludable. Aunque los desafíos técnicos, económicos y normativos en estos entornos son mayores, la demanda creciente de viviendas sostenibles y saludables está impulsando su expansión.